HUMOR ENTRE CASCOTES (CAPRICHO)
En la bombonería estaban las empleadas alarmadas. En las últimas
semanas, los intentos de violación se habían sucedido sin que el propietario del
negocio, sobre quien recaían las principales sospechas (era él), intentara ponerle remedio. Al contrario, coartaba los intentos de presentar denuncia.
Susan y María de la Flor de Lis, el total de la plantilla, se reunieron en asamblea en los lavabos de la funeraria paredaña, lugar que consideraban más o menos seguro.
–Lo malo es que actúa enmascarado –subrayó la primera, haciéndole una higa al alicatado, donde figuraban, cuidadosamente caligrafiados en excremento, apotegmas de importantes pensadores–. ¡Es precisamente su rostro lo que tapa, con el resto de su enteca miseria a la intemperie!
–Lo sé de sobras –corroboró su compañera, arrastrando la ese con deje caribeño, que no termino de apreciar cómo es, pero ahí queda y chúpate esa mandarina.
–Deberíamos hacer algo al respecto.
–Esa frase no es española, sino sacada de un doblaje de film americano –censuró María de la Flor de Lis, a quien le tiraban la patria y el idioma.
–Hija, con esos melindres, don Anémono seguirá avanzando sobre nosotras como un conquistador de imperios; verbigracia, Napoleón o el griego Alejandro, conocido como el Magno.
–Deberíamos hacer algo al respecto.
–Ahora eres tú quien mancilla la lengua de Cervantes. ¿O será la de Molière?
–No menciones la lengua, que tú y yo sabemos que don Anémono, si no nos equivocamos y es él quien nos acorrala en la trastienda, acompaña sus conatos de un veloz movimiento de la misma con que habla. ¿Por qué lo hará?
–Posiblemente, para distraer del cachirulo y envainárnoslo.
–No lo había enfocado desde esa perspectiva.
–¡Ni nadie! –replicó Susan, con esa majeza que hacía babear al repartidor de ultramarinos (¿los habrá todavía?), joven lleno de granos que, día sí, día también, rendía un acto de homenaje a la bombonera en descansillos, donde más de una vez le sorprendieran los vecinos, llamando a la policía y a su padre y dándole una mano de tortas que para qué quieres más.
–He olvidado por dónde íbamos –María de la Flor de Lis hizo una llamada de atención.
–Don Anémono.
–Lo sé. Pero qué apartado.
–Sus ansias, comprensibles, pero en modo alguno disculpables, de embucharse la golosina que ambas somos. ¿Vendrá su molesto comportamiento de la infancia?
–¡Eres la leche de psicóloga, Sussie! A tal punto, que me río de los que trabajan para los servicios sociales de la Admón.
–¿Si encamináramos a don Anémono a esos servicios?
María de la Flor de Lis se acarició la barbilla, que la tenía firme y voluntariosa.
–Menos da una piedra –respingó.
Esta historia, ¡qué más hubiéramos querido!, no tiene moraleja.
Susan y María de la Flor de Lis, el total de la plantilla, se reunieron en asamblea en los lavabos de la funeraria paredaña, lugar que consideraban más o menos seguro.
–Lo malo es que actúa enmascarado –subrayó la primera, haciéndole una higa al alicatado, donde figuraban, cuidadosamente caligrafiados en excremento, apotegmas de importantes pensadores–. ¡Es precisamente su rostro lo que tapa, con el resto de su enteca miseria a la intemperie!
–Lo sé de sobras –corroboró su compañera, arrastrando la ese con deje caribeño, que no termino de apreciar cómo es, pero ahí queda y chúpate esa mandarina.
–Deberíamos hacer algo al respecto.
–Esa frase no es española, sino sacada de un doblaje de film americano –censuró María de la Flor de Lis, a quien le tiraban la patria y el idioma.
–Hija, con esos melindres, don Anémono seguirá avanzando sobre nosotras como un conquistador de imperios; verbigracia, Napoleón o el griego Alejandro, conocido como el Magno.
–Deberíamos hacer algo al respecto.
–Ahora eres tú quien mancilla la lengua de Cervantes. ¿O será la de Molière?
–No menciones la lengua, que tú y yo sabemos que don Anémono, si no nos equivocamos y es él quien nos acorrala en la trastienda, acompaña sus conatos de un veloz movimiento de la misma con que habla. ¿Por qué lo hará?
–Posiblemente, para distraer del cachirulo y envainárnoslo.
–No lo había enfocado desde esa perspectiva.
–¡Ni nadie! –replicó Susan, con esa majeza que hacía babear al repartidor de ultramarinos (¿los habrá todavía?), joven lleno de granos que, día sí, día también, rendía un acto de homenaje a la bombonera en descansillos, donde más de una vez le sorprendieran los vecinos, llamando a la policía y a su padre y dándole una mano de tortas que para qué quieres más.
–He olvidado por dónde íbamos –María de la Flor de Lis hizo una llamada de atención.
–Don Anémono.
–Lo sé. Pero qué apartado.
–Sus ansias, comprensibles, pero en modo alguno disculpables, de embucharse la golosina que ambas somos. ¿Vendrá su molesto comportamiento de la infancia?
–¡Eres la leche de psicóloga, Sussie! A tal punto, que me río de los que trabajan para los servicios sociales de la Admón.
–¿Si encamináramos a don Anémono a esos servicios?
María de la Flor de Lis se acarició la barbilla, que la tenía firme y voluntariosa.
–Menos da una piedra –respingó.
Esta historia, ¡qué más hubiéramos querido!, no tiene moraleja.
Ahí queda la duda, la gran duda si era la de Moliere. " Ahora eres tú quien mancilla la lengua de Cervantes. ¿O será la de Molière? ".
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