HUMOR ENTRE CASCOTES (CAPRICHO)
I
Tito Rocamora, funcionario encargado del tampón de salida en el Ayuntamiento conservador de su ciudad, aquejado de amnesia que abarcaba enteras su niñez y adolescencia, se sentía abrumado e infeliz por la grave laguna biográfica.
Su prístina documentación –guardada en un gastado sobre de color mostaza del que un coleccionista (¿quién?) había arrancado las estampillas– lo titulaba de inclusero, nacido de desconocidos padres. Era el único dato de aquella etapa incógnita, junto con su nombre, que podía dar por cierto. Los restantes, ubicación y particularidades del hospicio incluidos, estaban borrados a consecuencia de una extendida e irrevocable mancha de agua.
Rocamora se torturaba acerca de la mancha. Dependiendo de su ánimo, le inducía varias causas:
a) Llanto. ¿El de su madre al renunciar a su custodia?
b) Inundación.
c) Salpicaduras de abluciones. ¿Cuáles? ¿De quién? ¿Hombre o mujer? Esta explicación, no sabía por qué, le desazonaba especialmente.
Tito Rocamora se obsesionaba también con su apellido. Con probabilidad, se lo endilgaran en el orfanato, extrayéndolo, quizá con guasa, seguramente con rutina, de alguno de los folletones con que –lo había oído de gente autorizada– distraían los celadores sus veladas. ¿Viviría impreso en el papel un tal enano Rocamora? ¿Un felón vizconde Rocamora? ¿Quizá el piloto Rocamora, protagonista de proezas en el aire que sobrecogían a las féminas en tierra?
II
La admisión de Tito Rocamora en la administración estuvo jalonada de ciertas triquiñuelas protagonizadas por el propio, con el lógico desconocimiento de sus futuros jefes.
Rocamora, que no disponía de más papeles que los dudosos contenidos en el sobre, y necesitado de más concreto pasaporte que incluyera estudios medios, recurrió a un falsificador, urgiéndole de paso para que le dotara de prosapia, vale decir, de progenitores oficiales y un hogar.
Su padre se pasó a llamar Rodolfo, habiendo sido vinatero, fumador en pipa y aficionado (con mesura) a las carreras de caballos; resultando María Virtudes la gracia de su madre, de profesión las labores de su sexo. El domicilio familiar fue situado en una coquetona casa de dos pisos, no lejos de las arterias principales, pero suficientemente apartado para que a nadie le interesara hacer indagaciones. (Los detalles no estrictamente precisos o ambientales figuraban en recortes de prensa igualmente espurios.)
Amparado por los antecedentes títulos, principalmente el que reflejaba su formación académica virtual, el opositor consiguió ganar la plaza. El falsificador, aprovechando su adquirido ascendiente sobre Rocamora –insistió en que conservara su apellido: la amnesia le podía jugar malas pasadas–, se benefició en adelante de la parte del león de su salario, que tampoco daba como para soltar cohetes.
Este individuo respondía –es un decir– por Sr. Sieso, y lucía un característico clavel rojo reventón en la solapa. Tito Rocamora y Sr. Sieso solían tomar copas, sufragadas por el funcionario, a la caída de la tarde, después que el primero dejara su oficina de remero galeote, habiéndose despedido con una venia ceremoniosa de sus jefes.
Rocamora era intolerante a los tragos, que se le subían con rapidez a la cabeza, momento que el otro aprovechaba para arrastrarle a un lupanar, a cuya dueña conocía de cuando ambos estudiaban catequesis en una parroquia que acabó siendo execrada, por razones que se consiguió hurtar a los periódicos.
Conforme se abandonaba Tito a las mecánicas, y un tanto impacientes, pericias de la daifa –Sr. Sieso hacía el paralelo en la propincua estancia–, su pensamiento volaba tenaz al sobre de color mostaza que, en el armario del cuarto en que vivía, encerraba, mudo, inflexible, con la severidad de un convencido cancerbero, el arcano de su verdadera procedencia.
III
Con los años, Tito Rocamora, a pesar del respaldo documental de Sr. Sieso, acrecentó la tensión de su orfandad.
El recorrido matinal al Consistorio se le hacía cuesta arriba. Ya en el trabajo, hesitaba estampillar los dos o tres papeles depositados en su mesa, hasta el punto de que le llamaron la atención. No pudiendo soportarlo, sufrió un cólico.
Le condujeron al ambulatorio con síntomas de asfixia. Tras hacerle numerosas pruebas –se desdeñó la trepanación que propuso un sanitario–, fue devuelto a su pensión con la receta de un suplemento vitamínico y el consejo de procurara descansar.
No tardó en presentarse Sr. Sieso, pero no para interesarse por la salud del compañero, como tuvo la ingenuidad de pensar éste. Mostraba numerosos hematomas en la cara. Sr. Sieso debía con urgencia mudar de aires, para lo que necesitaba imperativo el concurso del amigo.
Se irguió en la cama Tito Rocamora, afirmando con prurito de vergüenza que acababa de ser rebajado de salario. Por semejante razón, y lamentándolo en el alma, se veía en la tesitura de negar la ayuda requerida.
Sr. Sieso aulló. Recordó que el puesto que ocupaba Rocamora, bueno o malo, regular o mejorable, se lo debía a la habilidad de Sr. Sieso, habilidad que –se obligó a confesar el tumefacto– era precisamente la que le situaba en el actual brete. Sr. Sieso lanzaba frecuentes y angustiadas miradas a la puerta.
Terminó extrayendo una navaja de cachas nacaradas, en las que figuraba inscrito en letra púrpura un soez apotegma de burdel. La hoja refulgió a medio centímetro de la nuez de Rocamora, que se desplazó (la nuez) arriba y abajo con angustia.
En ese momento, irrumpieron en la habitación unos matones.
IV
Tito Rocamora, en el frenopático donde acabó siendo internado, cumplía su tarea de regar las flores con celosa exactitud.
Sumiera en el olvido la totalidad de su pasado, despreocupándose asimismo del presente, excepción hecha de su cometido horticultor, y sin barruntar siquiera su futuro.
Sr. Sieso, desde la silla de ruedas en que se postraba tetrapléjico, contemplaba a Rocamora con inclemente furia. (Las autoridades sanitarias habían decidido, a pesar de sus adversas dolencias, y con miras a intentar el buen comedimiento de los dos, no separar a los amigos.)
Regularmente, desconocidos escalaban el muro de la casa de salud para exhibir a Sr. Sieso como fenómeno mutante en una feria, dándole de paso unas collejas. Luego permanecía éste sin salir al aire libre un tiempo.
Empuñaba Tito entonces las manijas de su silla, volviendo a colocar al compañero en el jardín, ignorando, cordial y afectuoso, sus protestas.
Rocamora recibía en Navidad, puntual e inexcusable, la felicitación de sus colegas funcionarios, quienes expresaban el deseo formulario de su cura. El sobre de color mostaza se perdiera en las mudanzas.
Tito Rocamora dormía como un lirón toda la noche.