HUMOR ENTRE CASCOTES (DISPARATE)
El diablo y las malas compañías le metieron en la cabeza la ambición de poner sus ideas en papel. Tenía facilidad y pronto llenó ingentes cuadernos. Como el mundo estaba a su nivel, lo publicaron. Tuvo éxito, medró y le llamaron a verter su opinión en las tertulias. Su pensamiento se extendió como la metástasis de un cáncer. Creó escuela de la que salieron discípulos, que sirvieron al literato como muralla protectora contra el verdadero talento. Se acopló al partido gobernante y, cuando éste cambió por el contrario, hizo con maestría sus ajustes para seguir bienquisto a los políticos. Lo consiguió. Su trabajo de funcionario se resentía, quejándose en sordina sus compañeros. Pero él bebía los vientos por la fama, que le arrojaba suculentos dividendos. Los medios de su ciudad lo jaleaban, quedando retratados para la posteridad inmediata. Un escritor de auténtico prestigio fue llamado a juzgarle con elogio. Él se ufanaba. No había pregón que no se le encargara, ni manifiesto culto que no contara con su firma. Viajaba al extranjero y traía el fruto de reportajes coloristas que aparecían en los suplementos del domingo, leídos con fruición por licenciadas solteronas. Se dio su nombre a un orfanato, a un colegio de pueblo y a una calle. Por la noche, abrazado en la cama a su compañera quiromántica, lloraba de emoción. Como es lógico, intrigaba. Detectaba con la celeridad del rayo la posible competencia, abortándola implacable. Las fuerzas vivas, que le despreciaban, le hacían también el caldo gordo. Ganó premios, le rindieron homenajes. Recibió la alubia de oro, el piñón de lo mismo y se le entregaron las llaves de una ciudad de poca monta. A veces, en medio del incienso y de la pompa, se pellizcaba para saber si soñaba. Comenzaron a aparecer tesis sobre su obra. Se hicieron seminarios que él saludaba con un fax donde brillaba de modestia. Un estudioso enaltecía la ternura con que retrataba personajes. Otro, la esplendidez de sus metáforas. Un tercero, la aureola sugestiva que fulgía en cada página. Y no faltó quien se fijara en el clásico rigor de su escritura, con las comas y puntos en su sitio. Un buen día, su nombre sonó para entrar en la Academia. Hubo revuelo de sillones y respiración contenida. Se nombró a otro, al que se apresuró a felicitar y quien le respondió en tono de compadre. Pidió una baja en el trabajo, sobrellevando la decepción en un pueblecito de la sierra. El canto de un ruiseñor, desde la ventana de la casa que ocupaba, le devolvió al presente. De manos a boca, se lanzó a escribir de nuevo. En pocos meses, terminó su mamotreto. Se lo envió a su agente, que, tras sugerirle algunos cambios, lo encontró a propósito para presentarlo a un multimillonario galardón recién creado. Lo ganó. La noche del premio, rodeado de lacayos y directores literarios de las editoriales más conspicuas, cegado por los flases, henchido de placer, ronroneante, se sintió en el pináculo de la gloria. La vida merecía la pena de vivirse.
¡Espléndido Señor Rey, grandioso texto y verdadero!. Un abrazo.
ResponderEliminar¡Algunos nombres son más pesados, harta hasta la hartura de verlos siempre en todos los lugares!
ResponderEliminarQuise expresar en esta viñeta lo que he ido observando desde hace muchos años en el panorama literario español. Qué hartura... Un abrazo.
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