HUMOR ENTRE CASCOTES (CAPRICHO)
Ya no hay castañeras en Valladolid. O hay pocas. Menos de las que evoca la infeliz memoria. ¿Por qué ya no se alza, en los paseos, en las esquinas, en las plazas recoletas, esa garita gris, donde una viejuca de pañoleta negra –el sempiterno luto español por los muertos–, royendo interminablemente sus recuerdos, despacha su cucurucho de castañas a tanto la docena?
¿Qué hemos hecho de las castañeras? ¿A dónde han ido? ¿Volverán algún día, como las golondrinas del poeta, “sobre nuestras aceras sus quioscos a montar”? ¿Las asfixió el Gobierno a impuestos, acaso para subvencionar a los del momio? ¿O fuimos nosotros –cada uno–, quienes un día desdeñamos seguir alimentándonos del fruto, nos despojamos de la niñez como el que se quita el calzoncillo, y corrimos con la matraca al aire en pos de ese cruel espejismo que es la vida?
El caso es que las castañeras han huido de las calles. Sólo quedan heroicas excepciones a las que habría que levantar un monumento. O una placa, que sale más barata y se puede gastar el remanente en putas.
Y como tales tratamos a las sufridas castañeras. ¿Qué nos han hecho? ¿De qué crimen las hacemos responsables? ¿No ocurrirá, más bien, que cada cual la ha liado por su cuenta y la culpa, cómo no, a las castañeras?
No son lo mismo los otoños, y no digamos los inviernos con su ausencia. Antaño, cuando teníamos frío o hambre, que más que del cuerpo eran del alma, nos comprábamos un cucurucho de castañas, de las que al menos dos venían con gusano, lo que tampoco era mal porcentaje y lo aceptábamos.
Ahora, en cambio, ¿qué lenitivo, qué bálsamo podemos aplicar al espíritu aterido por falaces oropeles? No tengo ni idea.
Habría que emprender una campaña por el regreso de la pequeña empresaria. O mejor una manifestación, acudiendo todos de mandil y pañoleta, y sosteniendo entre cuatro mocetones la caseta, horno incluido, a manera de rogativa por la lluvia, que sería, ¡toma!, de castañas.
Posiblemente, así se sensibilizarían las conciencias y un futuro más esperanzado se abriría a nuestros ojos. A pesar de que las autoridades usurparan el protagonismo de la manifestación, que es lo que siempre hacen, porque para eso creen que se las paga.
No podemos vivir sin castañeras. Hagamos los sacrificios necesarios, pero que vuelvan. Creemos una comisión que las emancipe desde los lugares a que se han retirado, sollozando por la incomprensión de una sociedad que ha perdido el norte y a quién le importa.
¿Para qué los distintos organismos dedicados a la cultura, aparte de para procurar este nobilísimo retorno? Así, entre otras cosas, dejarían de andar jodiendo la marrana y encontraríamos los verdaderos creadores menos trabas, pero a ver entonces cómo justificaban aquéllos su trabajo.
Algún día, las calles se llenarán de castañeras y el humo de su precaria chimenea ascenderá derecho al cielo, excepto los días de viento que se meterá por los ojos, lo que hará llorar a tantos transeúntes, pero también de alegría porque lo que parecía imposible otra vez ha sido.
Sublime y costumbrista artículo, una preciosidad. Sí es verdad, una sociedad que ha perdido el norte y el alma, al grano, pocas personas quedan.
ResponderEliminarGracias mil. Mañana, más.
EliminarBonito artículo, sí señor.
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