miércoles, 15 de octubre de 2014

UNA HISTORIA SINGULAR (A jumentos)

HUMOR ENTRE CASCOTES (capricho)

   Pafnucio se sentía minusvalorado. Su croquetería se veía desplazada a los últimos puestos en el ranking. Él no podía comprenderlo. ¿No demostrara, por ventura, que sólo un reducido porcentaje de los clientes que acudían a comer a su negocio contraía salmonelosis, junto con una exótica variedad de tifus que resultaba mortal en cada caso? ¿La estadística no le daba la razón? ¿Para qué servía entonces esta rama de las matemáticas? ¡Ahora se alegraba de haberla suspendido en sus estudios, paralelamente al resto de las asignaturas!
   Pafnucio se estremecía en su lecho y fuera de él (quiere decirse que de día y de noche). Comenzó a barruntar –no era muy listo– un trato esquinado por parte de la sociedad y de las autoridades que regían con benevolencia y pundonor a ese ganado para el que cocinaba su mercancía. Todos se habían conjurado contra él, y tembló por un momento. (Temblar no es lo mismo que estremecerse, así que no se redunda diciendo, por un lado, que se estremecía y, luego, que tembló. ¿Estamos?)
   Pafnucio se pasaba las noches en blanco y las jornadas dormido, al revés de como tenía que ser. Este desorden traducía el de su mente, que nunca la tuvo muy clara y a la sazón se iba volviendo todavía más obtusa. Con ello se resentía su comedero, y venga a mandar al hospital incautos, donde eran atendidos tarde, mal y nunca, siendo puestos en la calle de una patada literal en el trasero y sin completar el tratamiento.
   Pafnucio (que hubiera preferido llamarse Miguel o José Carlos y ni siquiera esa dicha le era dada) trabó conocimiento con un estibador del muelle que le ayudó a recuperar la fe en sí mismo, enseñándole a propinar la torta a mano vuelta, en lo que pronto fue un consumado perito.
   Lo que sí tenía Pafnucio era un instinto de cojones, que le indujo a desconfiar del de los muelles, sospechando que buscaba robarle su negocio.
   No era así (de instinto de cojones, nada), sino que el estibador hacía méritos, acumulando bondades en un platillo de la balanza de su alma, dado que en el otro platillo figuraban estupros, asesinatos y baladronadas, estando verdaderamente en el alero zafarse el musculoso de las ultraterrenas llamas.
   Pero Pafnucio distaba de entenderlo, derivando hacia el odio su prístina amistad a quien le devolviera la autoestima, con lo que volvió a perderla y para este viaje no necesitábamos alforjas.
   Total que se liaron a mamporros, llevando el de las croquetas la peor parte y tampoco había que ser un lince para adivinarlo. Aquí se marchó por donde viniera el de los muelles, pesándole horrorosamente el platillo de las depravaciones, que el mayor ladrón del mundo comenzó robando un alfiler y del que hablamos llevaba ya muy recorrido el camino de la protervia.
   Pafnucio se dijo que de perdidos al río. Le prendió fuego a su croquetería, sintiéndose por dentro más puro, más niño. Aunque seguidamente se encabronó cuando los del seguro no quisieron cubrir pérdidas, y les aguardó apostado detrás de una farola, con objeto de castigarles con la torta a mano vuelta, que era, en definitiva, lo único en limpio que sacara del asunto. 



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